
Ayer, Brasil se estremeció con una noticia que parecía lejana, improbable para algunos y necesaria para otros: el Supremo Tribunal Federal condenó a Jair Bolsonaro, expresidente de la República, a 27 años y 3 meses de prisión. El motivo es tan grave como contundente: su participación en un intento de golpe de Estado tras haber perdido las elecciones presidenciales de 2022. El fallo, adoptado por mayoría de cuatro a uno, no solo marca un hito en la historia política del gigante sudamericano, sino que también proyecta una sacudida en el continente entero, pues lo que está en juego trasciende a un personaje: se trata de la vigencia del Estado de derecho frente al embate del populismo autoritario.
Los magistrados Cármen Lúcia, Alexandre de Moraes, Flávio Dino y Cristiano Zanin votaron por la condena, cerrando filas en defensa del orden constitucional. En contraposición, Luiz Fux se colocó como voz solitaria en la absolución, argumentando que el Supremo carecía de competencia para procesar al expresidente. Esa disidencia, más que invalidar la decisión, terminó por resaltar la legitimidad de un tribunal que supo asumir con firmeza su papel histórico. El resultado, con cuatro votos contra uno, deja a Bolsonaro con un margen reducido para apelar y convierte a la sentencia en una especie de manifiesto judicial: en Brasil, la democracia no se negocia.
La figura de Jair Bolsonaro encarna uno de los capítulos más tensos de la historia política reciente de América Latina. Exmilitar, de verbo incendiario y con una narrativa nacionalista, alcanzó la presidencia en 2019 cabalgando sobre el descontento ciudadano frente a la corrupción, el hartazgo con las élites políticas y un malestar social que encontró en él un vocero estridente. No obstante, lo que comenzó como promesa de renovación derivó en un gobierno marcado por la confrontación, el negacionismo en materia ambiental y sanitaria, y la polarización extrema. Su derrota frente a Luiz Inácio Lula da Silva en 2022 no fue asimilada con madurez democrática: en lugar de reconocer el veredicto de las urnas, Bolsonaro alentó —de manera más o menos velada, pero constante— la narrativa del fraude, incubando un clima de crispación que desembocó en el asalto a las instituciones en enero de 2023.
El intento de golpe, que hoy lo condena, no fue un arrebato espontáneo de masas enardecidas, sino la consecuencia lógica de un discurso sistemático que erosionó la confianza ciudadana en el sistema electoral. De ahí la contundencia del Supremo: no se trataba de castigar a un individuo por sus opiniones, sino de sancionar la conducta de un líder que traicionó la investidura presidencial al poner en entredicho la estabilidad democrática.
La condena de 27 años puede parecer desproporcionada para algunos, pero en realidad responde a la gravedad del delito: conspirar contra la democracia no admite matices. Si bien Bolsonaro conserva aún apoyos —particularmente en sectores de derecha radical, evangélicos conservadores y grupos militares—, el fallo abre una grieta profunda en su movimiento político. No es descabellado pensar que este episodio marque el principio del fin para su carrera, aunque la historia brasileña demuestra que la política siempre encuentra resquicios de supervivencia en personajes que parecían enterrados judicialmente.
Más allá del destino personal de Bolsonaro, lo que realmente está en juego es la credibilidad de las instituciones. Brasil, como tantas naciones latinoamericanas, ha padecido la sombra de los autoritarismos, los cuartelazos y las transiciones truncas. Que su máximo tribunal haya decidido condenar a un expresidente por atentar contra la democracia envía un mensaje inequívoco: los tiempos de la impunidad para los poderosos pueden estar llegando a su fin.
El eco de esta sentencia no se limita a las fronteras brasileñas. En Argentina, donde el populismo de signo contrario enfrenta cuestionamientos, la noticia fue recibida con atención.
En Colombia, Chile o Perú, sociedades atravesadas por la inestabilidad política, la decisión del Supremo brasileño constituye un referente de lo que significa defender la democracia aun frente a los riesgos de la polarización.
Bolsonaro, de 70 años, enfrenta ahora un ocaso amargo. De ser el comandante en jefe de una nación que lidera Sudamérica en población y economía, pasa a convertirse en símbolo de lo que sucede cuando se intenta dinamitar las reglas del juego democrático. Sus seguidores dirán que es víctima de persecución política, que el Supremo actuó con sesgo ideológico y que la izquierda brasileña orquestó una venganza. Sin embargo, los hechos son contundentes: hubo un intento de desestabilización y él fue pieza clave en esa trama. Negarlo sería torcer la realidad.
Conviene reflexionar sobre un aspecto delicado: ¿qué impacto tendrá esta condena en la convivencia social brasileña? La polarización no desaparecerá con la sentencia. Al contrario, puede agudizarse, pues el bolsonarismo no se reduce a su caudillo. Es un movimiento con bases sociales sólidas, articulado en torno a un discurso de orden, valores tradicionales y rechazo a la “vieja política”. La prisión de Bolsonaro puede victimizarlo ante sus fieles y abrir espacio a nuevos liderazgos que busquen capitalizar ese descontento. En ese sentido, el desafío para Brasil será evitar que el remedio de la justicia se convierta en combustible para la radicalización.
El Supremo, consciente de este riesgo, asumió la responsabilidad de aplicar la ley sin titubeos. La historia dirá si esa firmeza fortalece la democracia brasileña o si, paradójicamente, abre una etapa de mayor confrontación. Lo cierto es que, en el corto plazo, la decisión reafirma un principio fundamental: la democracia no es un adorno ni un discurso, es una práctica institucional que debe ser defendida incluso frente a quienes la traicionan desde la cima del poder.
Este episodio obliga a mirar también hacia la ciudadanía. Porque ningún tribunal, por firme que sea, puede sostener por sí solo la democracia. Son los ciudadanos los que deben defenderla día a día, resistiendo el canto de sirenas de los líderes mesiánicos que prometen soluciones fáciles a problemas complejos. El caso Bolsonaro es un recordatorio de que la tentación autoritaria siempre acecha, y que su derrota no se logra de una vez por todas, sino a través de una vigilancia constante.
Brasil, tierra de contrastes y resiliencias, enfrenta ahora una encrucijada: aprender de este episodio para consolidar su democracia o hundirse en la espiral de la polarización interminable. La sentencia al expresidente no resuelve por sí sola los problemas estructurales de corrupción, desigualdad y violencia, pero sí traza una línea roja: ningún intento de golpe puede quedar impune.
En la condena a Bolsonaro late un mensaje para toda América Latina: la democracia es frágil, pero también capaz de defenderse cuando las instituciones se alinean con la legalidad y la ciudadanía exige respeto al voto. El expresidente, que soñó con perpetuar un proyecto autoritario, tendrá que enfrentar sus años más difíciles detrás de los barrotes. Y Brasil, con todo su dolor y esperanza, deberá demostrar que este no es el final de una crisis, sino el comienzo de una madurez democrática largamente esperada.