
La tarde de este martes 9 de septiembre de 2025 puede pasar desapercibida para muchos, perdida entre la cotidianidad de la política mexicana, pero lo cierto es que la votación de la Cámara de Diputados abre un cauce de consecuencias profundas en la vida pública del país. La aprobación del dictamen enviado por la presidenta Claudia Sheinbaum para facultar al Congreso de la Unión a expedir una ley general en materia de extorsión marca, al menos en el papel, un intento serio de responder a uno de los males más lacerantes de nuestra época.
El Pleno de San Lázaro recibió y tramitó la declaratoria de publicidad del dictamen que reforma el inciso a) de la fracción XXI del artículo 73 de la Constitución, en la que se prevé otorgar al Congreso la atribución de emitir una legislación general que establezca, como mínimo, los tipos penales y sanciones relacionadas con la extorsión. En palabras sencillas: uniformar el marco legal, fijar las bases mínimas de lo que debe entenderse por extorsión y cuáles han de ser los castigos que enfrenten quienes la cometen.
Hablar de extorsión no es una disquisición jurídica. Es, para millones de mexicanos, una pesadilla que invade la vida diaria. El comerciante que recibe la llamada del supuesto “representante” de un grupo criminal; la familia que sufre la amenaza de un secuestro simulado; el transportista que cada semana debe pagar una cuota para circular en determinada ruta; la microempresa que cierra sus puertas por no poder seguir entregando parte de su ingreso a manos del crimen organizado.
No se trata de hechos aislados: la extorsión se ha normalizado como práctica criminal, extendida en distintas modalidades, desde las llamadas telefónicas masivas operadas desde penales, hasta complejas redes de cobro de piso que sostienen a organizaciones delictivas enteras. El país, en los hechos, vive una hemorragia silenciosa que descapitaliza a la economía, inhibe la inversión, destruye empleos y siembra miedo.
El reto de enfrentarlo es monumental porque la extorsión se nutre tanto de la impunidad como de la fragmentación legal. Cada estado ha legislado de manera distinta, con definiciones, sanciones y procedimientos dispares. La consecuencia ha sido un mosaico desordenado que aprovechan tanto los criminales como las propias deficiencias institucionales para evadir castigos.
La presidenta Sheinbaum ha colocado este tema en el centro de la discusión, impulsando la reforma constitucional que hoy inicia su tránsito. Su propuesta parte de una premisa clara: mientras no haya un marco homogéneo que delimite con precisión qué constituye extorsión y cómo sancionarla, cualquier esfuerzo por combatirla será fragmentado e ineficaz.
El razonamiento es sensato. Así como existen leyes generales en materia de secuestro, trata de personas o desaparición forzada, corresponde ahora diseñar una en contra de la extorsión. No basta con facultades locales, dispersas, contradictorias; se requiere que el Congreso de la Unión marque los cimientos de la tipificación y las sanciones, dejando a los estados únicamente la tarea de instrumentar y complementar.
En teoría, este paso puede significar un avance trascendental: dotar al país de un marco común para combatir una práctica que ha gangrenado la vida económica y social.
Sin embargo, cabe preguntarse si esta medida será suficiente para revertir el fenómeno. La experiencia muestra que en México no basta con crear leyes generales ni endurecer sanciones. La extorsión se reproduce no por ausencia de normas, sino por las dificultades del Estado para garantizar que esas normas se apliquen.
El ejemplo más crudo lo encontramos en los penales. Miles de llamadas de extorsión se realizan desde las cárceles, donde supuestamente la seguridad debería impedir que internos tengan acceso a teléfonos y redes de complicidad con el exterior. No se trata de falta de tipificación, sino de corrupción, negligencia y complicidad en ciertos niveles institucionales.
Por otra parte, mientras la extorsión sea un negocio rentable y de bajo riesgo para los delincuentes, ninguna ley será disuasiva. El criminal calcula: pocas denuncias, mínima investigación, casi nulas condenas. A ello se suma que la mayoría de las víctimas no acuden a la autoridad por miedo a represalias o desconfianza en el sistema.
En ese contexto, cabe cuestionar si una nueva ley general logrará revertir la ecuación. Tal vez, en el mejor de los casos, ordenará el marco legal, cerrará huecos y brindará más claridad. Pero la verdadera batalla está en el terreno de la procuración y administración de justicia, en la capacidad para desmantelar las redes criminales y proteger a las víctimas.
Otro aspecto delicado es la concentración de atribuciones en el Congreso de la Unión. Si bien la uniformidad legal puede ser positiva, también existe el riesgo de despojar a los estados de su margen de maniobra. No todos los contextos de extorsión son idénticos: lo que ocurre en Michoacán, donde grupos armados dominan territorios, difiere de lo que sucede en Yucatán, donde la modalidad principal puede ser el fraude telefónico.
La ley general tendrá que encontrar un equilibrio: fijar bases mínimas, pero permitir que las entidades adapten sus marcos a las particularidades locales. De lo contrario, se corre el peligro de una camisa de fuerza que no resuelva la problemática, sino que la burocratice aún más.
No podemos perder de vista la dimensión política de este movimiento. A menos de un año de su mandato, la presidenta busca consolidar una política clara frente a delitos de alto impacto. La extorsión, por su cercanía con la vida de la gente común, resulta un terreno propicio para enviar mensajes de compromiso y autoridad.
El desafío es que la narrativa no sustituya a la eficacia. Lo social debe colocarse por encima de lo discursivo: lo que la ciudadanía espera son resultados concretos, menos llamadas de amenaza, menos cobros de piso, menos miedo al denunciar.
Más allá de los debates jurídicos y políticos, lo esencial es recordar que detrás de cada caso de extorsión hay personas concretas: pequeños empresarios que se ven obligados a cerrar, familias que pierden su patrimonio, jóvenes que se marchan del país al no encontrar futuro en su tierra.
La deuda es con ellos, no con la estadística. Por eso, cualquier esfuerzo legislativo debe ir acompañado de mecanismos eficaces de denuncia segura, protección a testigos y atención a las víctimas. De nada servirá tipificar con rigor si quienes se atreven a denunciar siguen expuestos a represalias mortales.
La decisión tomada este 9 de septiembre en la Cámara de Diputados es relevante. Marca un punto de partida para ordenar un terreno donde reina la dispersión y la impunidad. Es justo reconocer el acierto de colocar el tema en la agenda nacional y dotar al Congreso de herramientas para legislar en consecuencia.
Pero también es necesario advertir que este paso, por sí mismo, no resolverá el problema. La extorsión no se erradicará con artículos constitucionales ni con sanciones más severas, sino con la capacidad real del Estado para garantizar justicia y seguridad. La sociedad exige resultados tangibles: menos llamadas de amenaza, menos cobros de piso, menos miedo.
El reto es monumental. México se juega en ello no solo la tranquilidad de sus ciudadanos, sino la viabilidad misma de su desarrollo económico y social. Ojalá que esta reforma no se quede en el plano de la expectativa, sino que se traduzca en acciones concretas, sostenidas y valientes.