
Una vez más, el drama bélico en Ucrania ocupa el centro de la escena internacional. Los recientes ataques con misiles y drones perpetrados por Rusia contra diversas ciudades ucranianas, que han dejado muerte, destrucción y miedo, fueron respondidos con duras condenas por parte de las principales figuras de la Unión Europea. Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, y António Costa, presidente del Consejo Europeo, no se guardaron nada: calificaron la ofensiva como una clara muestra de que Vladimir Putin no tiene voluntad alguna de negociar la paz y que, por el contrario, insiste en un guion de sangre y devastación.
La postura europea no es nueva, pero sí significativa en este momento. Von der Leyen señaló con contundencia que el Kremlin se burla de la diplomacia, pisotea el derecho internacional y mata indiscriminadamente. Costa, en tono igualmente severo, recalcó la incongruencia del discurso ruso: hablar de paz mientras se intensifican los bombardeos y se dirigen ataques contra edificios gubernamentales y viviendas es, dijo, la versión torcida de Putin sobre lo que significa la paz.
Lo que está en juego va mucho más allá de Ucrania. El eco de estas palabras refleja el hartazgo europeo ante una guerra que no sólo desangra a un país soberano, sino que también erosiona la seguridad del continente y la estabilidad del orden internacional.
Los ataques de este septiembre no son una acción aislada, sino parte de un patrón reiterado de Putin: intensificar el conflicto cada vez que percibe grietas en la cohesión occidental o cuando busca presionar a Ucrania en la mesa diplomática. La retórica de Moscú insiste en que está dispuesto a dialogar, pero su práctica es completamente opuesta: lanzar misiles sobre zonas civiles, obstaculizar la ayuda humanitaria y usar el miedo como arma estratégica.
Hablar de paz en esas condiciones es más que un cinismo; es un insulto a la inteligencia de la comunidad internacional. El Kremlin pretende imponer una narrativa en la que sus ataques son “defensivos” o “necesarios” para garantizar la seguridad rusa, cuando en realidad constituyen agresiones flagrantes contra la soberanía de un país vecino.
El señalamiento de Costa es preciso: para Putin, la paz es la rendición de Ucrania, la claudicación de su pueblo y la aceptación forzada de un nuevo orden territorial y político bajo la sombra de Moscú.
La condena de los líderes europeos muestra firmeza, pero también refleja la presión interna que la guerra ha generado dentro de la propia Unión Europea. La solidaridad con Ucrania ha sido consistente, con apoyo financiero, militar y humanitario, pero la prolongación del conflicto desgasta las economías, divide opiniones y pone a prueba la unidad de los 27 países miembros.
Von der Leyen y Costa alzan la voz porque saben que no se trata únicamente de un tema de principios, sino de supervivencia política y social en Europa. Cada misil ruso que cae sobre Kiev o Járkov resuena también en Berlín, París o Madrid, porque amenaza con reactivar crisis migratorias, elevar los precios de la energía y alimentar movimientos políticos extremistas que explotan el cansancio ciudadano con el conflicto.
La Unión Europea se enfrenta así a una paradoja: necesita mantener su firmeza contra Putin para proteger el orden internacional, pero también debe evitar que el desgaste interno mine su capacidad de acción.
El otro actor clave en este tablero es Estados Unidos. El apoyo norteamericano a Ucrania ha sido decisivo desde 2022, pero no está exento de riesgos. La política interna estadounidense, con un Donald Trump en la Casa Blanca, introduce incertidumbre sobre la continuidad de ese respaldo. Europa lo sabe y por eso se esfuerza en mostrarse firme y unida, enviando el mensaje de que no abandonará a Ucrania incluso si Washington redujera su implicación.
Sin embargo, la realidad es que el esfuerzo europeo depende todavía en gran medida de la ayuda militar y logística estadounidense. Si esa columna de apoyo se tambalea, Putin podría interpretar que el tiempo juega a su favor.
Las condenas de Europa también deben entenderse en el contexto de la situación interna rusa. Putin ha apostado a que la represión política, el control mediático y el nacionalismo exacerbado mantendrán cohesionada a su población. Pero detrás de esa fachada hay señales de fragilidad: una economía asfixiada por las sanciones, un ejército desgastado y una creciente inconformidad social que, aunque reprimida, existe.
Frente a esas grietas, Putin utiliza la ofensiva militar como cortina de humo y como instrumento de propaganda. Al bombardear Ucrania, envía a su propia ciudadanía el mensaje de que sigue siendo fuerte y capaz de desafiar a Occidente. Pero, en el fondo, esas acciones revelan miedo: miedo a que la prolongación de la guerra erosione su poder y termine minando su permanencia en el Kremlin.
Entre las declaraciones diplomáticas y los cálculos estratégicos, no puede olvidarse lo esencial: cada ataque ruso deja muertos, heridos y familias destrozadas en Ucrania. Cada edificio destruido representa un pedazo de vida arrancada a un pueblo que, contra todo, ha resistido con dignidad.
Europa lo subraya en sus mensajes: no se trata únicamente de defender principios abstractos, sino de proteger vidas humanas y de evitar que el derecho internacional se convierta en letra muerta. Si se permite que Rusia imponga sus designios por la fuerza, se abriría la puerta a que otros regímenes autoritarios hagan lo mismo en distintas regiones del mundo.
La condena europea, aunque firme, deja flotando una pregunta incómoda: ¿qué más puede hacer Occidente para frenar la ofensiva rusa? Las sanciones económicas han golpeado a Moscú, pero no lo suficiente como para detener sus acciones. El apoyo militar a Ucrania ha sido vital, pero insuficiente para inclinar definitivamente la balanza en el campo de batalla.
La diplomacia, mientras tanto, sigue siendo una quimera, porque Putin la reduce a un escenario de imposiciones. Y sin embargo, Europa no puede renunciar a ella: aunque hoy parezca inalcanzable, la paz sólo será sostenible si se construye en la mesa de negociación. El dilema es cómo sentar al Kremlin a dialogar de buena fe, cuando lo único que ofrece son más misiles.
El eco de las palabras de Von der Leyen y Costa debe ser asumido como advertencia y compromiso. No basta con condenar, es necesario actuar con mayor firmeza y claridad. Putin no cederá mientras perciba fisuras en Occidente, y sólo una postura sólida, conjunta y sostenida podrá contenerlo.
Europa tiene la oportunidad de demostrar que su unidad es más fuerte que las ambiciones de un autócrata. Y el mundo entero observa, consciente de que en Ucrania no sólo se libra la defensa de un territorio, sino la batalla por preservar el principio de que la fuerza no puede sustituir al derecho.
El desafío es enorme: conjugar la resistencia política, el apoyo militar y la presión diplomática sin dejar de lado la humanidad que exige atender a millones de víctimas. Si Europa mantiene ese equilibrio, podrá convertir su condena en algo más que un discurso: en un compromiso real por la paz y la justicia.