
En el complejo tablero político y social de Estados Unidos, el tema de la salud pública vuelve a colocarse en el centro del debate, no ya por una epidemia activa que exija medidas urgentes, sino por decisiones que, revestidas de un supuesto manto de libertad individual, pueden transformarse en auténticas bombas de tiempo para la convivencia y la seguridad colectiva. Me refiero a la postura anunciada por el doctor Joseph Ladapo, director general de servicios sanitarios de Florida, quien con desparpajo y un tono que raya en la provocación, ha prometido eliminar los requisitos de vacunación obligatoria en el estado, incluso para niños.
No es un episodio menor, ni un simple gesto político para halagar a un sector del electorado conservador que encuentra en la palabra “obligatorio” un resabio de autoritarismo. Es un movimiento con implicaciones profundas en términos de salud pública, ética social, responsabilidad gubernamental y, por supuesto, de política nacional, pues Florida no es cualquier estado: es un laboratorio de ensayo de lo que Donald Trump y su círculo más cercano proyectan para la Unión Americana.
El doctor Ladapo no es un funcionario gris ni un burócrata anónimo. Saltó a la fama nacional cuando, en plena pandemia de covid-19, como cirujano general de Florida, se atrevió a contradecir a los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) y al propio Instituto Nacional de Salud, emitiendo recomendaciones que minimizaban el uso de cubrebocas, cuestionaban la eficacia de las vacunas y alentaban tratamientos alternativos sin sustento científico robusto.
Ahora, en un acto que pareciera un desafío abierto al consenso científico mundial, Ladapo comparó la obligatoriedad de la vacunación con la esclavitud. La metáfora no solo resulta desatinada y ofensiva, sino que revela un enfoque peligroso: poner al mismo nivel la defensa de los derechos individuales con la negación de políticas sanitarias que históricamente han salvado millones de vidas.
El gran dilema que plantea Florida hoy es el mismo que la humanidad entera enfrentó en distintos momentos de su historia: ¿hasta dónde llega el derecho de una persona a decidir sobre su cuerpo cuando esa decisión afecta a los demás?
Quien rechaza vacunarse no solo asume un riesgo personal, sino que se convierte en potencial vector de contagio, especialmente en enfermedades que requieren altas tasas de inmunización para evitar brotes masivos. La vacunación obligatoria en la infancia ha sido una de las grandes conquistas de la medicina preventiva, al punto de haber erradicado males como la viruela y reducido drásticamente la incidencia de poliomielitis, sarampión y difteria.
Al eliminar este requisito, Florida no está defendiendo la libertad: está minando el contrato social implícito que sostiene a toda comunidad. Ese acuerdo tácito que reconoce que vivimos juntos, que nuestras acciones repercuten en los demás y que, por ello, aceptamos límites razonables a la autonomía absoluta.
No se puede analizar la decisión de Ladapo al margen de la coyuntura política. El doctor suena con fuerza como candidato de Donald Trump para dirigir los CDC en caso de un segundo mandato presidencial. Y no es casualidad: Trump entiende bien que, en una sociedad polarizada, los temas de salud pública se convirtieron en banderas políticas que movilizan pasiones.
Así como en México y en América Latina se discute sobre seguridad o migración, en Estados Unidos la salud se transformó en un campo de batalla ideológico. La pandemia de covid-19 dejó al descubierto una fractura social: de un lado, quienes confían en la ciencia y en la acción coordinada del Estado; del otro, quienes ven en cada directriz sanitaria un intento de control gubernamental.
En este escenario, la figura de Ladapo se ajusta como anillo al dedo a la estrategia trumpista: proyectar un discurso de rebeldía contra el “establishment científico”, agitar la bandera de la libertad individual y convertir el debate sanitario en una causa política de resistencia.
El problema, sin embargo, no es solo político. Es profundamente ético y científico. Cuando una autoridad sanitaria con capacidad de decisión difunde mensajes basados en datos incompletos o manipulados, se erosiona la confianza en la medicina y se alimenta la desinformación.
Florida, con su peso demográfico y su diversidad poblacional, podría convertirse en epicentro de brotes epidémicos evitables. Y si algo nos enseñó la covid-19, es que los virus no conocen fronteras estatales ni ideológicas. Lo que ocurra allí puede tener repercusiones más allá de Estados Unidos.
Conviene observar lo que sucede en Florida porque muchas veces las corrientes políticas que nacen en la Unión Americana terminan influyendo en América Latina. El discurso de “libertad” frente a la vacunación podría encontrar eco en movimientos que ya de por sí cuestionan la ciencia y la salud pública en nuestra región.
Países con sistemas de salud frágiles no pueden darse el lujo de debilitar sus programas de vacunación. Sería un retroceso histórico imperdonable. Por ello, lo que hoy parece un debate interno en Florida podría mañana convertirse en un problema regional si se normaliza la idea de que las vacunas son una imposición tiránica.
La humanidad ya pagó un precio altísimo por la falta de vacunas. Basta revisar las estadísticas del siglo XIX para comprender la devastación que causaban enfermedades que hoy parecen casi anecdóticas gracias a la inmunización. Millones de muertes infantiles fueron evitadas por campañas de vacunación masiva.
Negar esa evidencia, minimizarla o equipararla con prácticas de opresión es una afrenta no solo a la ciencia, sino a la memoria de quienes padecieron esas enfermedades. Como sociedad, no podemos permitir que un falso discurso de libertad borre del mapa esas lecciones históricas.
El caso de Florida y de Joseph Ladapo es un recordatorio de que las decisiones en salud pública nunca son neutras ni meramente técnicas. Están atravesadas por ideologías, intereses políticos, valores culturales y visiones de mundo. Sin embargo, la línea que divide la legítima defensa de los derechos individuales de la irresponsabilidad colectiva es muy delgada, y cuando se cruza, los costos los pagan los más vulnerables: los niños, los ancianos, los enfermos.
Hoy, Florida juega con fuego. Lo hace en nombre de la libertad, pero con ello arriesga la salud de generaciones enteras. Ojalá que el sentido común y la memoria histórica prevalezcan, porque de lo contrario, este episodio será recordado como un ejemplo de cómo la política mal entendida puede condenar a la humanidad a repetir tragedias que creíamos superadas.
La salud no debe ser rehén de ideologías ni de cálculos electorales. Las vacunas son uno de los logros más nobles de la ciencia moderna, una conquista colectiva que salvó y seguirá salvando millones de vidas. Defenderlas no es autoritarismo: es responsabilidad, es justicia social, es humanidad en su sentido más profundo.
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