
El reciente desfile militar en China, que no fue una mera exhibición de rutina, sino un acto cuidadosamente calculado, ha dejado al mundo observando con mezcla de admiración y alarma. Las calles de Pekín se llenaron de tropas perfectamente alineadas, formaciones de tanques, drones y misiles que, aunque parecen sacados de la ciencia ficción, representan el fruto de años de inversión estratégica en tecnología militar avanzada. Para quienes creen que esto es un simple acto patriótico, conviene subrayar que estamos ante un mensaje claro y directo: Xi Jinping quiere dejar en evidencia no solo la potencia militar de China, sino también su creciente influencia política a escala global.
Entre los espectadores de lujo estuvieron más de veinte jefes de estado, entre ellos Vladimir Putin, de Rusia, y Kim Jong-un, de Corea del Norte. La presencia de estos líderes no es casual: son aliados que dependen de China para sostener economías, mantener armamentos y, en algunos casos, asegurar la supervivencia política de sus regímenes. La fotografía de Xi recibiendo a estos mandatarios no solo proyecta poder; también envía un aviso implícito a Washington y a sus aliados: China no solo está preparada para la confrontación, sino que ya define, en buena medida, las reglas del juego internacional.
El desfile presentó armas que rompen con cualquier paradigma militar conocido hasta hace apenas una década. Destacan el misil “Guam Killer”, diseñado explícitamente para proyectar amenaza sobre bases estadounidenses en el Pacífico; el dron “Loyal Wingman”, que puede operar de manera autónoma y cooperativa con cazas tripulados, multiplicando la capacidad ofensiva de las fuerzas aéreas; y los “lobos robóticos”, auténticas máquinas de combate capaces de patrullar, detectar y neutralizar objetivos sin intervención humana directa. Este despliegue, más allá de su espectacularidad visual, marca un salto en la doctrina militar china: la automatización, la precisión y la intimidación tecnológica son ahora componentes centrales de su estrategia.
Xi Jinping, al supervisar personalmente el desfile, demostró que su poder no es únicamente militar. La coordinación de un evento de esta magnitud, con decenas de líderes extranjeros y millones de ciudadanos observando, exige un control absoluto sobre la narrativa interna y externa. En este sentido, el desfile cumple un doble objetivo: fortalece la imagen de Xi ante su población y proyecta a China como potencia decisiva en un mundo donde la geopolítica tradicional se ve cada vez más amenazada por el ascenso de potencias emergentes.
No puede pasar desapercibido que esta demostración de fuerza tiene un destinatario específico: Estados Unidos y sus aliados en Asia-Pacífico. La región ha sido escenario de tensiones crecientes, desde la militarización de islas en el Mar del Sur de China hasta el reforzamiento de alianzas estratégicas con Japón, Australia y Corea del Sur. Xi Jinping, al presentar públicamente estas capacidades, parece decir que China no solo puede defender su soberanía, sino que también posee la capacidad de proyectar poder a grandes distancias, desafiando la histórica hegemonía estadounidense en la zona.
Pero más allá del teatro de armamentos, el mensaje de Pekín es político. La presencia de líderes como Putin y Kim Jong-un subraya que China no está aislada: tiene aliados estratégicos con los que comparte intereses y visiones sobre el orden mundial. La fotografía de Xi estrechando manos con estos mandatarios es, en realidad, una representación de la arquitectura de poder que Beijing aspira a consolidar: un eje de influencia económica y militar capaz de equilibrar o, incluso, desafiar la agenda de Occidente. En otras palabras, China no está jugando al poder blando; está construyendo un sistema en el que su fuerza militar respalda de manera directa su influencia política y económica.
El desfile también revela un cambio profundo en la percepción que Xi Jinping tiene de la seguridad internacional. La modernización tecnológica de sus fuerzas armadas no se limita a la defensa, sino que abarca la capacidad ofensiva y la disuasión a nivel global. Esto tiene implicaciones inmediatas para la estrategia estadounidense y de sus aliados: los cálculos de riesgo ya no pueden basarse únicamente en el número de soldados o en la capacidad industrial; deben incorporar la sofisticación tecnológica y la velocidad de respuesta que Beijing ahora exhibe con claridad meridiana.
A nivel interno, este despliegue también fortalece el control político de Xi. Mostrar el poderío militar refuerza su imagen como líder capaz de proteger a la nación y de garantizar un lugar prominente en el tablero internacional. En China, donde la narrativa oficial enfatiza unidad, progreso y liderazgo indiscutible, la exhibición de armas avanzadas es tanto un acto de patriotismo como un instrumento de legitimidad política. Cada misil, cada dron y cada robot en formación refuerza la percepción de que Xi no solo gobierna, sino que lidera una nación que no se conforma con ser secundaria en el concierto mundial.
No obstante, este despliegue de poder no está exento de riesgos. La provocación implícita hacia Estados Unidos y sus aliados puede acelerar tensiones militares y políticas. La historia nos enseña que demostraciones de fuerza tan contundentes, si no se acompañan de diplomacia cuidadosa, pueden convertirse en catalizadores de conflictos. Por eso, el mundo debe interpretar estos mensajes no solo como exhibición de poder, sino también como advertencia: China ya no solo observa; actúa, moldea y redefine el escenario geopolítico global.
En conclusión, el desfile militar chino es mucho más que un espectáculo. Es una manifestación de poder político, tecnológico y estratégico, destinada a consolidar la posición de Xi Jinping en casa y en el extranjero. Es un recordatorio para Estados Unidos y sus aliados de que la supremacía militar tradicional puede ya no ser suficiente frente a las capacidades de una nación que combina disciplina, innovación tecnológica y ambición geopolítica. Al mismo tiempo, es un mensaje a los países que dependen de China: la influencia de Pekín es tangible, directa y, en muchos casos, decisiva para su estabilidad.
El mundo, guste o no, observa un cambio de era. La potencia emergente que hoy desfila misiles, drones y robots de combate, es la misma que mañana podría dictar nuevas reglas del comercio, de la seguridad y de la política internacional. Xi Jinping lo sabe, y también lo sabe Estados Unidos: la globalización no solo es económica; también es militar y estratégica. La pregunta que ahora se impone es si la comunidad internacional responderá con diplomacia inteligente o si la tensión se convertirá en conflicto, y si Occidente está preparado para reconocer que el tablero mundial ya no es el que conocimos durante el siglo XX.
El desfile en Pekín ha sido un acto de claridad brutal: China ha llegado con fuerza, precisión y ambición. Y mientras el mundo observa, la pregunta clave permanece: ¿estamos preparados para entender que el equilibrio global está cambiando y que la era de la complacencia geopolítica ha llegado a su fin?
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