
Xi Jinping, presidente de China, se encontró con Kim Jong-un, el hermético líder de Corea del Norte, y le estrechó la mano con una sonrisa mesurada, propia de la diplomacia oriental que mezcla cortesía con poder. El apretón de manos fue largo, calculado, rebosante de simbolismo. Acto seguido, saludó con familiaridad a Vladimir Putin, presidente de Rusia, convertido en el paria global que, sin embargo, continúa ejerciendo una influencia incómoda para Occidente. Con ellos a su lado, Xi se dirigió a su asiento para presenciar el desfile militar, flanqueado por los que hoy son, quizás, los dos mandatarios más sancionados y cuestionados del planeta.
Fue teatro puro, sí. Pero un teatro cuidadosamente orquestado, cuyo mensaje se dirigía menos a sus pueblos que al resto del mundo. No eran las armas, ni los misiles en exhibición, lo que buscaban enfatizar. Era la imagen, el gesto, la fotografía que circularía en los medios globales: tres potencias autócratas, cada una con su propia agenda, sentadas hombro con hombro en un acto de aparente camaradería.
Y fue precisamente eso —la foto, la escenografía— lo que encendió la furia del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. En su red preferida, Truth Social, descargó acusaciones directas, señalando que Xi, Putin y Kim conspiraban contra la nación estadounidense. La virulencia de su mensaje, más que advertencia, parecía reacción visceral a verse desplazado en la narrativa internacional.
Cuando el teatro es tan explícito, hay que preguntarse: ¿qué buscaban transmitir Xi, Putin y Kim al mostrarse juntos en un mismo evento? La respuesta es multifacética.
Para Xi, la presencia de Putin y Kim es un recordatorio de que China, pese a las presiones comerciales, tecnológicas y militares de Washington, mantiene la capacidad de tejer alianzas alternativas. No son alianzas basadas en afinidad ideológica, sino en conveniencia estratégica: contrapesos frente al dominio occidental.
Putin, debilitado por el prolongado desgaste de la guerra en Ucrania y cercado por sanciones, aprovecha cualquier escenario para demostrar que no está solo. En la foto con Xi y Kim encuentra oxígeno político, una oportunidad de legitimar su resistencia frente a Occidente.
Kim, siempre ávido de reconocimiento, logra lo que más ansía: ser visto como actor de peso, aunque su país viva en penuria. La imagen con los gigantes lo coloca, al menos en la propaganda interna, como figura clave en el ajedrez global.
El gesto, entonces, trasciende lo simbólico: es un desafío directo a la narrativa estadounidense de aislamiento. Y es ahí donde se entiende la irritación de Trump.
Donald Trump no es un político convencional. Su estilo está marcado por la necesidad constante de figurar en el centro del escenario, de ser el actor principal en cada obra. Que la foto global del momento no lo incluya, sino que exhiba a tres rivales ideológicos unidos en un mismo plano, le resulta intolerable.
Por ello, más que una estrategia de Estado, su reacción en Truth Social tiene la forma de un berrinche. Acusa, amenaza, dramatiza, pero sin un plan claro de cómo responder. Al señalar conspiración, deja entrever que percibe la reunión no como un acto diplomático aislado, sino como una ofensiva dirigida a debilitar la hegemonía estadounidense.
Y en parte tiene razón. El simple hecho de que tres de los adversarios más señalados de Washington se muestren sonrientes, juntos y desafiantes, constituye una narrativa potente. No porque sus economías o ejércitos estén en condiciones de derrotar a Estados Unidos, sino porque construyen un relato alternativo: el de un mundo multipolar que se resiste a aceptar la supremacía estadounidense.
La reunión de Xi, Putin y Kim no ocurre en el vacío. El escenario mundial atraviesa una etapa de redefinición. La guerra en Ucrania, la tensión en el mar de China Meridional, la incertidumbre en la península de Corea, y la competencia tecnológica por la inteligencia artificial, son piezas de un rompecabezas en el que cada movimiento cuenta.
Estados Unidos insiste en mantener el control del tablero, pero la realidad es que la influencia global se fragmenta. China, con su poder económico, se erige como el rival sistémico más serio. Rusia, pese a su desgaste, mantiene capacidad de desestabilizar regiones enteras. Corea del Norte, aunque militarmente limitada, conserva el factor de la imprevisibilidad, capaz de generar crisis súbitas.
Frente a ello, la Casa Blanca necesita algo más que mensajes incendiarios en redes sociales. Requiere una estrategia de Estado coherente, que combine presión con diplomacia. Sin embargo, Trump parece más enfocado en la teatralidad del enfrentamiento que en la construcción de soluciones duraderas.
En la era de la comunicación instantánea, la política internacional no se libra solo en campos de batalla o mesas de negociación, sino también en el terreno de la percepción. Y ahí, la foto de Xi, Putin y Kim juntos tiene un valor inmenso.
El apretón de manos, la sonrisa contenida, la postura de camaradería: todo fue diseñado para enviar un mensaje de fortaleza compartida. Aunque en la práctica sus intereses choquen y sus alianzas sean frágiles, en la narrativa mediática se consolidan como bloque.
Para sus pueblos, esa imagen se convierte en propaganda. Para sus rivales, es un recordatorio de que, incluso aislados, encuentran maneras de mostrarse unidos. Y para Trump, es un desafío a su narrativa de “América primero”, pues evidencia que no todos se alinean dócilmente bajo su liderazgo.
La acusación de conspiración lanzada por Trump merece análisis. ¿Existe realmente un plan articulado entre China, Rusia y Corea del Norte para debilitar a Estados Unidos? O más bien, ¿es la percepción de un mandatario que ve amenazas en cada gesto que lo excluye?
Si bien es cierto que estos países comparten intereses en resistir la presión estadounidense, sus agendas particulares son demasiado dispares como para pensar en una alianza sólida. China busca estabilidad para sostener su crecimiento económico; Rusia intenta sobrevivir a las sanciones; Corea del Norte procura reconocimiento y ayuda. Son objetivos distintos, que difícilmente se alinean en un plan común.
Lo que sí comparten es la voluntad de desafiar el orden liderado por Washington. Y en ese desafío, la coincidencia de intereses basta para generar la apariencia de conspiración.
Lo ocurrido en ese desfile no debería leerse únicamente como provocación, sino como advertencia. El poder estadounidense ya no es incuestionable. La fotografía de Xi, Putin y Kim juntos, aunque sea puro teatro, refleja un mundo donde los liderazgos autoritarios buscan ganar espacio.
Trump puede responder con mensajes furibundos, pero eso no cambiará la realidad de fondo: la necesidad de Estados Unidos de replantear su estrategia global, de reforzar sus alianzas tradicionales y de evitar que el vacío de liderazgo sea llenado por rivales que, aunque débiles en lo individual, pueden volverse peligrosos en conjunto.
Al final, lo que vimos fue un acto teatral, sí, pero en la política internacional el teatro también es arma. El apretón de manos entre Xi y Kim, el saludo cordial con Putin, la foto compartida, son municiones en la guerra de percepciones.
Trump, irritado, respondió con furia. Pero quizá la respuesta más inteligente no sea gritar conspiración, sino entender que en un mundo cada vez más visual y mediático, la imagen pesa tanto como el misil.
En esa realidad, Estados Unidos tendrá que aprender que no basta con tener el ejército más poderoso, si pierde la batalla del relato.